lunes, 31 de agosto de 2009

CAPILLA DE LOS HUESOS DE EVORA

No hay tema más estremecedor y a la vez mas cierto que el de la muerte. Sin embargo nos pasamos la vida, al menos en esta parte del mundo donde vivimos, evitándolo. Lo consideramos macabro, tétrico o de mal agüero. Por estas y otras razones cuando presentimos el filo de su guadaña ante la pérdida de un ser querido, o por la vivencia de cualquier suceso que nos recuerde su inexorable presencia, tenemos que conmovernos. Sentarnos cuando menos a reflexionar.
Es lo que me sucede cuando visito la Capilla de los Huesos, en Évora, hermosa ciudad amurallada a 120 km de Lisboa, a la que llego por Badajoz, España, un cálido mediodía de verano. Situada a un lado de la Iglesia de San Francisco, esta capilla construida en el siglo XVII por tres frailes Franciscanos para meditar y orar acerca de la transitoriedad de la vida humana, está tapizada en su interior con la osamenta de unas cinco mil personas fallecidas en su mayor parte por la peste Negra que diezmó durante esa época a muchas poblaciones europeas.
Imaginemos por un instante la sensación que produce estar en un espacio de dieciocho por once metros, que es lo que aproximadamente mide la nave central de la mencionada capela, cuyas paredes, columnas y techo se encuentran literalmente forrados con huesos humanos. La visión no puede ser más mortuoria: Cráneos a granel, mirando en todas direcciones como si nada, junto a Tibias y Fémures apilados horizontal y verticalmente en una escalofriante armonía configuran un conjunto que produce variadas reacciones entre los visitantes. Todo se puede experimentar aquí menos indiferencia. Y como si la escena por sí misma no bastase, para completar la conmoción, un par de momias colgadas al fondo (que según la leyenda permanecen insepultas por una maldición) y una frase sobre la puerta de entrada que dice: “Nosotros, huesos que aquí estamos, esperamos por los de vosotros”.
La intención de los Franciscanos al convertir su antiguo espacio de descanso en un lugar para el recogimiento y la introspección, más allá del gusto o disgusto que nos provoque el decorado utilizado, se logra con creces. El choque brutal con la visión de que algún día moriremos nos hace pensar y valorar lo que tenemos. ¿Acaso hay un asunto más esclarecedor que recordar nuestra condición de mortales y que de nosotros mismos depende aprovechar o desperdiciar lo que nos queda de vida? Un soneto del padre Antonio de Ascenςao Teles, colocado al alcance del público visitante, lo expresa enfáticamente: “Adónde vas caminante acelerado, para, no prosigas más el avance…Negocio no tendrás más importante…Pondera…Reflexiona…Que tendrás un fin semejante”.
Existen otras capillas de huesos, como la de Campomaior también en Portugal, o la de Kutna Hora, en Checoslovaquia, pero esta de Évora no tiene parangón con ninguna otra por la intención de sus constructores, el símbolo en que se ha convertido y el privilegiado lugar histórico y cultural que le rodea, declarado por la Unesco, Patrimonio de la Humanidad desde 1986.
No hay que darle más vueltas. Los huesos de Évora son una advertencia. Una experiencia que solo puede interpretarse desde el alma.

NOSTALGIA Y LLUVIA

Dicen que la nostalgia es un sentimiento que describe el anhelo por el pasado, por lo que se ha tenido y se ha perdido; una especie de memoria que guarda nuestras querencias mas imborrables. No lo dudo a mi regreso de Portugal, ¿acaso el país más nostálgico de la Tierra? Y menos aún, cuando cumpliéndose el plazo para entregar a la redacción un artículo “serio” para esta columna dominical, la lluvia – que siempre asocio a la nostalgia - me sorprende.

La verdad, reoriento la intención: Lleno de saudades, para decirlo en ese maravilloso término portugués que no tiene traducción exacta al castellano y que significa nostalgia y muchas otras cosas a la vez, cambio de golpe la dirección de mi escritura. Postergo para otro día el tema de la polarización política que encuentro exacerbada en Venezuela y, tomándome un Oporto, prefiero darle vueltas a ese sentimiento de los sentimientos que me empapa, como el agua que cae, mientras escribo esta breve nota.

La nostalgia es un sentimiento capital. Si existiese alguna taxonomía, alguna manera de clasificar y jerarquizar los matices emocionales del alma, no vacilaría en colocarla entre las manifestaciones rectoras del estado anímico de una persona. Entre otras razones, porque gracias a ella continuamos siendo niños, es decir, adultos con historia y capacidad para la fantasía.

No puedo imaginar, seguramente por mi naturaleza lunar, casi nada sin la nostalgia. Aunque todos los libros de autoayuda me digan que el presente es lo único que cuenta; el sabor del pasado, la valoración del tiempo ido, la vigencia eterna de mis muertos y de los amores lejanos me resulta imprescindible.

En Portugal, entre Fados y la observación de descascaradas fachadas de casas y edificios, este sentimiento o anhelo por el pasado, sin ser necesariamente triste, se afianzó inevitablemente en mí. No es casual que el canto con viola (que es el nombre como se conoce la guitarra clásica y la guitarra portuguesa) dedicado a las tragedias del vivir, como el Tango en Argentina, conserve tanta actualidad en el acervo colectivo. Es que somos personas en la misma medida que la nostalgia nos toca y nos humaniza.

Los griegos definían la nostalgia como el dolor por el regreso. Y Cioran, el escritor y filósofo de origen rumano, intentó comprenderla desde la pesadumbre y el absurdo del vivir. Yo prefiero torearla, es decir danzar con sus embestidas, como quien contempla aunque no comprenda el rio que fluye perfectamente desde sus orígenes hasta “la mar que es el morir”, como tituló Miguel Otero Silva su poemario de 1965.

Puede ser que la nostalgia no diga mucho a algunos de mis lectores. No me extraña pues al mismo tiempo se trata de un sentimiento enigmático. Paso otro trago de Oporto. Les prometo que cuando vea al poeta Pablo Mora le preguntaré de estas cosas.