viernes, 18 de septiembre de 2009

AL VINO

Con el perdón de mis lectores y por segunda vez consecutiva cambio a última hora el tema de esta columna. Solo una extraña sensación de complicidad me permite esta clase de confesión: A oscuras de repente, el largo apagón de este miércoles cuando preparaba mi colaboración para el periódico, me deja a solas sin libreto, inerme ante la copa rubí de un extraordinario tinto español, Carmelo Rodero para mas señas, Reserva 2003.
Confrontado pues contra mi voluntad original apelo a las velas y a mi fiel libreta, y opto por escribir un elogio al vino, recordando sin posibilidad de verificación aquel soneto de Borges, el que dice que el zumo sagrado, en este caso mezcla de Tempranillo y Cavernet Sauvignon, nos sirve para exaltar la alegría o mitigar el espanto.
No sé. Esta clausura que me priva de la luz y del futbol me sume sobre todo en la rabia. Porque sin caer en la trampa de la diatriba política (que ensalza o condena todo según la posición ideológica que se asuma) no me gusta que el servicio eléctrico de mi país no funcione. Ni que me obliguen a la oscuridad y al desconcierto cuando uno no lo elige.
De cualquier manera, a las diez de la noche y a mitad de semana, le saco partido a la situación y entre tinieblas celebro una vez más el encuentro con el vino. No hace falta ser muy refinado para reconocer sus bondades. Basta meter la nariz y olfatear sus especias, saborear la fiesta de las frutas, imaginar su balance y la carnosa armonía de sus taninos.
Me explico. Hijo como soy del posgrado de Otto Georgi y Pérez Godoy encuentro en el vino la gran prueba. El arte para reconocer la propia historia. La verdad sin veladuras. La desnudez del alma en su sempiterno “vuelo nocturno sobre el mar”.
El vino, a pesar de sus excesos – y quizás por eso – nos enseña si nos ponemos pedagógicos, el valor del cuerpo. De lo dionisiaco. De lo que se expresa a través del nuestra experiencia sensorial con el éxtasis, la locura y la tragedia.
En otras palabras, y recordando la máxima latina “in vino veritas”, la copa tiene su verdad. Nos habla a lo más íntimo. Pone afuera nuestros desvelos y humedades. Y sobre todo revela el paisaje de nuestras emociones que no pocas veces reprimimos por la prisa y otras prioridades del moderno ajetreo. Defiendo, en consecuencia y más allá de cualquier pose, la vocación por el vino. No olvidemos, carajo, que incluso la ebriedad, la misma del amor o la poesía como sugería Baudelaire, parece necesaria en la medida que sirve para encontrarnos, sin ortodoxias, con el fondo de nosotros mismos.
Volviendo a la noche extrema, a la de obligadas velas, pienso que el vino “del mutuo amor o la roja pelea”, también libera. Considerémoslo, en serio, con todo el goce y la imaginería de estas horas…

A LAS CINCO DE LA TARDE

A Gabriela
Una de las obras poéticas más celebradas en nuestro idioma es el “Llanto por Ignacio Sanchez Mejías” del español Federico García Lorca. Las cuatro elegías que la componen, dedicadas al torero y escritor sevillano que murió en 1934 tras las complicaciones causadas por la cornada de un toro en Manzanares, logran un monumental retrato de la muerte trágica que nos sigue enseñando más que cualquier otro texto de carácter psicológico o psiquiátrico. Basta leer el puntual estribillo que preside el poema inicial, “La cogida y la muerte”, para sentirlo hondamente sin más retórica:
“A las cinco en punto de la tarde/ Un niño trajo la blanca sábana/a las cinco de la tarde/Una espuerta de cal ya prevenida/a las cinco de la tarde/ Lo demás era muerte y solo muerte/a las cinco de la tarde”
Evoco el asunto de la tragedia este domingo, tras conocer la infausta noticia de la muerte de Aura del Valle Arismendi, esposa del Presidente de la Sociedad Venezolana de Psiquiatría en accidente de tránsito y cuando al momento de escribir esta nota el mismo Dr. Néstor Macías se debate, entre la vida y la muerte, hospitalizado en una Unidad de Cuidados Intensivos. Es que no hace falta ser aficionado a la fiesta de los toros para percatarnos de que vivimos a orilla de esa presencia que de un solo golpe nos recuerda que somos mortales.
García Lorca, el ingenioso poeta sobre el que hay que volver repetidas veces, captó el tema de la muerte con singular magnificencia porque al tiempo que registró el dolor que deja la ausencia del ser querido nos dejó clavados, con alfileres de acero, los mejores versos del gran misterio:
“El viento se llevo los algodones/a las cinco de la tarde/Y el oxido sembró cristal y níquel/a las cinco de la tarde/Ya luchan la paloma y el leopardo/a las cinco de la tarde”
Inquieto por estos afanes, y para tomar algunas fotografías para mi hija, ferviente admiradora del creador de Romancero Gitano y de dramas imborrables como Bodas de Sangre y Yerma, visité la “Huerta de San Vicente”, casa de verano de la familia de García Lorca en Granada donde el poeta escribió la entrañable Elegía a su amigo y miembro como él de la llamada Generación del 27. Por extrañas curiosidades, y sin proponérmelo llegué allí un once de agosto, a setenta y cinco años del momento en que Ignacio Sanchez Mejías saliera mal herido ante los pitones del toro Granadino que posteriormente le causó la muerte. Quizás no tenga importancia decir que no pude entrar a la casa-museo por razones de horario y que un gato, completo y orgulloso como los del universo lorquiano, fue testigo de mis indagaciones entre hermosas alamedas y jardines en blanca flor pero sí, que el poeta fue apresado en ese lugar y asesinado por las huestes fascistas de Francisco Franco, al comienzo de la Guerra Civil Española, en 1936.
En “Cuerpo presente”, el tercero de los cuatro poemas que componen la Elegía, García Lorca nos deja de nuevo expuestos y vulnerables:
“Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura:/la muerte le ha cubierto de pálidos azufres/y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro /Ya se acabó. La lluvia penetra por su boca”

NOSTALGIA Y LLUVIA

Dicen que la nostalgia es un sentimiento que describe el anhelo por el pasado, por lo que se ha tenido y se ha perdido; una especie de memoria que guarda nuestras querencias mas imborrables. No lo dudo a mi regreso de Portugal, ¿acaso el país más nostálgico de la Tierra? Y menos aún, cuando cumpliéndose el plazo para entregar a la redacción un artículo “serio” para esta columna dominical, la lluvia – que siempre asocio a la nostalgia - me sorprende.
La verdad, reoriento la intención: Lleno de saudades, para decirlo en ese maravilloso término portugués que no tiene traducción exacta al castellano y que significa nostalgia y muchas otras cosas a la vez, cambio de golpe la dirección de mi escritura. Postergo para otro día el tema de la polarización política que encuentro exacerbada en Venezuela y, tomándome un Oporto, prefiero darle vueltas a ese sentimiento de los sentimientos que me empapa, como el agua que cae, mientras escribo esta breve nota.
La nostalgia es un sentimiento capital. Si existiese alguna taxonomía, alguna manera de clasificar y jerarquizar los matices emocionales del alma, no vacilaría en colocarla entre las manifestaciones rectoras del estado anímico de una persona. Entre otras razones, porque gracias a ella continuamos siendo niños, es decir, adultos con historia y capacidad para la fantasía.
No puedo imaginar, seguramente por mi naturaleza lunar, casi nada sin la nostalgia. Aunque todos los libros de autoayuda me digan que el presente es lo único que cuenta; el sabor del pasado, la valoración del tiempo ido, la vigencia eterna de mis muertos y de los amores lejanos me resulta imprescindible.
En Portugal, entre Fados y la observación de descascaradas fachadas de casas y edificios, este sentimiento o anhelo por el pasado, sin ser necesariamente triste, se afianzó inevitablemente en mí. No es casual que el canto con viola (que es el nombre como se conoce la guitarra clásica y la guitarra portuguesa) dedicado a las tragedias del vivir, como el Tango en Argentina, conserve tanta actualidad en el acervo colectivo. Es que somos personas en la misma medida que la nostalgia nos toca y nos humaniza.
Los griegos definían la nostalgia como el dolor por el regreso. Y Cioran, el escritor y filósofo de origen rumano, intentó comprenderla desde la pesadumbre y el absurdo del vivir. Yo prefiero torearla, es decir danzar con sus embestidas, como quien contempla aunque no comprenda el rio que fluye perfectamente desde sus orígenes hasta “la mar que es el morir”, como tituló Miguel Otero Silva su poemario de 1965.
Puede ser que la nostalgia no diga mucho a algunos de mis lectores. No me extraña pues al mismo tiempo se trata de un sentimiento enigmático. Paso otro trago de Oporto. Les prometo que cuando vea al poeta Pablo Mora le preguntaré de estas cosas.