domingo, 11 de mayo de 2008

DESDE LA CONFUSION

Poco antes del referéndum pasado, cuando había que estar a favor o en contra de la reforma, alguien muy querido me dijo que no contribuyera a la confusión. Que no se podían tener veleidades. Que estaban en juego los intereses del pueblo. Que lo que había que hacer era ir a votar por el socialismo.

Ocho días después, recuerdo con respeto y afecto esta anécdota, porque mi interlocutora es una luchadora social que, en medio de tantas adversidades, practica lo que dice con honradez y coraje. Pero, la confusión que ella suponía que yo promovía en grupos de reflexión psicológica en los que participo, puedo verlo ahora, no está lejos de la verdad.

Confusión significa, de acuerdo a mi pequeño diccionario, falta de orden, de concierto y de claridad. Y más allá de eso, síndrome psiquiátrico, disolución más o menos completa de la conciencia. Es cierto, algo de todo eso he tenido sin remedio durante los últimos meses. Y lo es también que al tocar grupalmente temas como el narcicismo, la sombra y lo que llamamos el ABC de la liberación, las personas que nos acompañan se conectan con sus emociones, entran en dudas, desarreglan su orden y cuestionan su práctica personal y colectiva.

Desde un punto de vista psicológico, iniciarse en esta falta de orden y desconcierto, resulta provechoso. Durante gran parte de la vida acumulamos certezas, verdades inequívocas, respuestas únicas e invariables. El ego se infla hasta más no poder. Vivimos la ilusión del éxito, del prestigio, de la profesión. Hasta que sobreviene, brutalmente a veces, la caída. Es cuando necesitamos revisar las creencias. Dudar de cuánto hemos hecho o fantaseado. Entrar en confusión.

Este estado de perplejidad, donde todo se torna relativo y el camino se vuelve brumoso, se relaciona con las llamadas crisis de vida, lo que con más precisión el psicoterapeuta Rafael López-Pedraza denomina, conciencia de fracaso. Que se refiere al movimiento psíquico que empuja desde adentro cuando algo que esperamos no resulta y los moldes en los que vivimos se vienen abajo.

Las facetas del fracaso, aunque nos cueste mucho admitirlas, tienen por denominador común la confusión. Este es, por así decirlo, el primer puerto al que llegamos, cuando no logramos satisfacer nuestras expectativas. El estupor inicial, la desorientación y las primeras preguntas tienen allí su punto de partida. Si la vivencia dolorosa propicia luego conciencia o si por el contrario la impide es otro asunto pero, insisto, el punto de arranque es el derrumbe de las verdades luminosas que mantienen nuestro piso, lo que somos, las referencias que nos orientan.

En el orden político, la confusión no parece ser la mejor consigna. Sobre todo, cuando la promesa de un mundo mejor se asume a veces con exagerada simplicidad. Como si la utopía libertaria (que es la opción que me interesa), fracasado el socialismo burocrático y autoritario del siglo XX, pudiera tener cartabones rígidos y universales para todos los pueblos.

De cualquier manera reivindico la confusión como condición para deponer creencias absurdas y dogmatismos. Imagino el poder refrescante que tendría en cualquier pareja, familia, partido político, universidad, iglesia o escuela psicológica, el ejercicio sistemático de la duda. Y junto a eso, declarar nuestra ignorancia. Admitir que no siempre sabemos y que hay que poner las cosas al revés para volver a ver.

Queda uno con más dudas que al comienzo.

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