domingo, 11 de mayo de 2008

PSICOPATIA

La palabra inmediatamente nos remite al reino de la maldad. A la zona oscura donde imaginamos asesinatos, robos y crueldades. Criminales en serie, salidos del cine y la televisión, vienen al recuerdo cuando nombramos el término. A fin de cuentas, pensamos, psicópatas son todas aquellas personas que hacen daño deliberada y repetidamente.

Esta noción es correcta. Psicopatía nos mete de inmediato en el campo de los trastornos de personalidad. Específicamente lo que llamamos trastorno disocial, cuando el individuo es menor de 15 años y trastorno antisocial, cuando el patrón de comportamiento de desprecio y violación de los derechos de los demás ocurre en personas adultas.

Las personas, digamos la gente mala, desde el punto de vista de las categorías clínicas en psiquiatría, se denominan antisociales. Tienen rasgos característicos como la impulsividad, el desacato de normas sociales, la deshonestidad, la agresividad, la irresponsabilidad y la falta de remordimiento por sus acciones. Son individuos estructuralmente perversos, coloquialmente, desalmados.

El asunto, sin embargo, podemos verlo más ampliamente. Como una dimensión de nuestra naturaleza y no solo el concepto para describir un capítulo de la patología humana. Una perspectiva psicológica nos indica que la psicopatía es un componente más de la personalidad, habitante sombrío y a veces incómodo pero, compañero de viaje, en este cuento que es la vida. No es fácil suponer que dentro de cada quien habita un poco ese pillo que moralmente despreciamos y tratamos de apartar continuamente.

La psicopatía sale cuando cometemos transgresión. Cada vez que sintiéndonos todopoderosos traspasamos los límites básicos de la convivencia ignorando y atropellando a los otros. Sin escrúpulos, sin mesura, sin ningún decoro. Aquí no se trata de la rebeldía adolescente que necesita manifestarse ni de la histeria que estimula la viveza criolla para hacer lo que nos viene en gana. Esta es un comportamiento más complejo y tenebroso que llega hasta la ausencia de bondad, o de amor, como alguna vez sugirió el suizo Guggenbhul – Craig.

No es casual entonces que el componente psicopático que todos alojamos dentro, con mayor o menor consciencia, se asocie con la presencia de lo demoníaco en nuestras vidas. Con la maldad extrema. La que genialmente encarna el actor Anthony Hopkins en una de sus últimas películas, donde el psicópata Ted Crawford dispara a su mujer pero sale en libertad gracias a su inteligencia, astucia y frialdad, cualidades estas que por cierto desde todos los tiempos se han relacionado con lo satánico.

En este punto la cuestión se pone más seria. No es sencillo acceder a estos confines; el reconocimiento de lo sombrío nos confronta con el horror en nosotros mismos. Por eso preferimos continuar creyendo que somos siempre buenos y generosos. De tal manera que, cuando avistamos lo siniestro, preferimos transferírselo a los demás para dormir tranquilos. Los otros son los violentos, los envidiosos, los crueles.

Como para sentarse y reflexionar estos días. No con la cabeza, carajo, sino con las tripas.

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