miércoles, 7 de mayo de 2008

PERTINENCIA DEL AMOR

Sin un amor
El alma muere derrotada
Desesperada en el dolor
Sacrificada sin razón
Si un amor no hay salvación

Dicen que febrero es el mes del amor. Es, por lo menos, lo que dicta la sociedad de consumo, el armazón de necesidades creadas para comprar y vender. De cualquier manera, un asunto tan ineludible como el amor, pertenece a la vida. Al día de San Valentín y a los restantes días del año.

Del amor tenemos noticias desde que somos colegiales. Aun antes de enamorarnos de la maestra en la escuela es probable que el pecho de la madre y los arrullos de la abuela, nos inicien por sus húmedos caminos. Después, cuando crecemos y vamos envejeciendo, continuamos viviendo entre sus deleites y quemaduras.

El amor de pareja, de eso se ha hablado con insistencia la semana que termina, tiene múltiples rostros. Está condicionado por la época. La manera de expresarlo, las expectativas que surgen de él, el lenguaje, el lugar asignado al hombre y a la mujer en la relación hasta la forma de gozarlo y sufrirlo corresponden y varían en cada periodo de la historia. Todas las variedades, desde el amor platónico, el amor caballeresco, el celestino pasando por el romántico hasta el amor francamente mercantil, prueban lo mismo.

Pero la gran constante, a pesar de las distintas fisonomías y estereotipos, es la reverberación de un sentimiento que han enaltecido poetas, intentado explicar filósofos y vivido, sobre todo vivido desde sus elementalidades, gente común como nosotros cuya existencia sin él carecería de sentido. Ese instinto que Freud caracterizó como energía psíquica cuando habló de libido para sustentar el edificio psicoanalítico y que luego Jung, despojándole su exclusividad sexual, refirió como eros, continúa siendo un enigma de impresionante fuerza. Ni las hormonas, ni las circunvoluciones cerebrales ni los neurotransmisores develan su secreto. Y sin embargo, está allí. Eterno y fugaz, legal y clandestino, refinado y vulgar. Basta quemarse con su cauterio. Mirarse en el espejo de otros ojos. Rendirse ante su sentencia.

La pertinencia del amor, su huella indeleble, deriva de su poder salvador. Poco importa si perdura o se va. Los tiempos del sentimiento son distintos a las exigencias del reloj y las promesas de amor eterno. Un encuentro, mil encuentros, la aritmética es irrelevante. El instante revestido de alma es lo permanente. El amor salva, decimos recordando la canción de los Panchos, cuando en el encuentro y fusión de los cuerpos recuperamos la totalidad perdida. Cuando volvemos a ser uno. Y la muerte, en milésima fracción, sucumbe al orgasmo de la vida.

El amor salva porque nos desnuda. No hay mejor circunstancia para conocernos, en nuestras grandezas y bajezas, que cuando nos enamoramos. El juicio se altera, las percepciones cambian, emergen impulsos desconocidos, el mundo se pone de cabeza. El delirio amoroso, como le llaman desde la Antigüedad, es la experiencia normal más cercana a la locura. La patología, o el sufrimiento por amor, es una mezcla de respuestas humanas inevitables (las que surgen para defendernos cuando nos sentimos descubiertos y a merced de la persona amada) y de modelos sociales aprendidos que por cierto no siempre son sanos. Los celos, por ejemplo, podemos imaginarlos hasta cierto punto como una necesidad inherente al alma pero, el control y la violencia derivada a partir de ellos, como una herencia patriarcal inaceptable.

Los meandros del amor son infinitos. No pueden reducirse a la cursilería ni a las operaciones utilitarias del comercio. Hacen parte de los misterios del corazón.

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