domingo, 11 de mayo de 2008

QUIJOTE

Para muchos es solo un libro. Desde luego, el más formidable de todos. La obra cumbre de Cervantes. La primera gran novela de la modernidad. El imprescindible Don Quijote de la Mancha.

Para otros, el “Caballero de la triste figura”, es el símbolo de la aventura y la libertad. No por casualidad, Bolívar y el Che, en el atardecer de sus vidas, se identificaron con él. Como también continúan haciéndolo intelectuales y luchadores de todas las latitudes, escritores, poetas y pintores, gente común, solitarios lectores que volvemos a nacer entre sus páginas.

De cualquier manera la imagen ronda nuestras vidas. Cautiva porque toca dimensiones actuales, profundas y universales de la humanidad. Porque nos habla adentro.

Fue lo que compartimos en casa de Reyna el fin de semana pasado. Gracias a la convocatoria del Capítulo Tachirense de la Asociación Venezolana de Psicoterapia y el Postgrado de Psiquiatría. Con la especial conducción del profesor de la UCV Jaime Sanz.

El Quijote y su inseparable compañero Sancho Panza, emocionan y mueven el imaginario, al encarnar junto a personajes inolvidables como Dulcinea del Toboso, el cura, el barbero, el bachiller Carrasco y el pillo Ginés de Pasamontes, asuntos tan espinosos como la locura, el amor, la justicia, la autoridad, la bondad, los asuntos públicos; en breves palabras, el ingenio y la estupidez humana en todas sus formas posibles.

Una aproximación arquetipal al famoso libro de 1605 – de eso trató el citado encuentro – nos acerca la imagen diádica de complejos inconscientes, el de la libertad y la aventura, ya lo dijimos, constelado en el desgarbado caballero que lanza en ristre nos arroja a cambiar el mundo y, el de la seguridad y la conservación, contenido en el redondo y leal escudero que nos detiene, pellizcándonos con lo que es posible.

Libertad y seguridad, pater y mater, como decía el psiquiatra venezolano Fernando Risquez en 1999, están aquí espléndidamente dibujados y eso atañe a piedras fundamentales de nuestra psique. Según esto, todos tenemos un Quijote y un Sancho Panza que habitan nuestro pecho. Y también, como olvidarlo, un amor idealizado, una Dulcinea que con sus tobas, de allí su apellido, repleta, humedece y guía el alma.

La experiencia del Quijote es alquímica. Porque nos devuelve la verdad esencial de que en la Naturaleza todo muta a su contrario: El héroe se torna antihéroe. El tonto deviene inteligente. De la fealdad brota belleza. Igual arriba como abajo. Tragedia como comicidad.

Se desprenden muchas otras proposiciones: La identificación con los ancestros como locura. La pérdida de la realidad en el polvo de los libros. El sentido (y sinsentido) del espíritu salvador.

HABLANDO CON EL LOCO

Un sábado de derrota, como a las 5 de la tarde, me percaté del hombre que frente a mi consultorio pasaba hablando solo. Probablemente lo había hecho muchas veces antes. Pero las hojas de los árboles tenían que estar tan quietas y largas las nubes como aquel día, para darme cuenta y descolgarme un poco en su desparpajo. Allí voyyyyy – le grité desde el silencio.

Esa identificación naturalmente habla de mi locura. Es una experiencia provocadora que comparto públicamente porque seguramente muchos hemos tenido experiencias similares. Apartando las bromas y los miedos -más los miedos que las bromas- el roce con lo irracional, las fantasías y el mundo al revés, es una prueba de humanidad. De desnudez extrema. De vivencia sin caretas.

En psiquiatría, cuando nos ponemos serios, no hablamos de locura ni de locos sino de psicosis y psicóticos. Poco importa, la fiesta es igual. Unos y otros, designan un estado del ser donde la autenticidad de lo inconsciente prevalece sobre las trampas de la razón. Los médicos, por supuesto, lo evaluamos desde la patología. Y tratamos de ayudar ante el sufrimiento que provoca en las personas y las familias.

Pero es chato quedarnos allí. Volviendo al lenguaje liso y arisco de la calle, sabemos lo que sugiere el habla coloquial. En un tiempo en que solemos tomarnos demasiado en serio, decir locura nos traslada a todos esos momentos salvadores y decisivos, cuando no dejamos pasar el tren de la vida. Y atendemos, en las diferentes edades, sin interponer bloques de concreto, el frenesí adolescente, el llamado de la vocación, el delirio romántico, la osadía de ser padres, el propósito de un sueño libertario o el retiro de la madurez.

En el vecindario la locura se relaciona con la originalidad. Un loco (y una loca) son precisamente aquellos que hacen las cosas en forma original, a su manera. Se les reconoce porque son blancos de mofas y envidias. Y sin lugar a dudas se les admira por su creatividad, por esa fuerza particular que sigue el “fuego interior” antes que las pautas ordenadas y repetitivas de la convivencia neurótica.

En el mundo político se emplea el término loco para descalificar al adversario. Recuerdo que hace algunos años lo hacían con el Cura Calderón y ahora lo hacen con Chávez. En ambos casos la calificación no es afectuosa, ni tiene rigor analítico, sino despectiva. Es una práctica perversa que deriva de la supuesta superioridad de los cuerdos, de los lúcidos, de los aventajados. Y del recelo con que miramos todo lo que tiene que ver con lo singular y lo psicológico. ¡Cosa despreciable!

Cuando a los psiquiatras nos llaman loqueros el mote me divierte. Porque descomplica un tema escabroso y deja que el humor haga lo suyo insinuando que algún contagio circula entre esos extraños profesionales que todos los días trajinan con su locura y la de los demás. Si lo pensamos bien nadie se salva. Al escritor norteamericano Mark Twain, autor de las Aventuras de Tom Sawyer y de Huckleberry Finn, se le atribuye la frase de que ninguna persona vista de cerca es normal. Todos guardamos alguna locura que a veces se nos sale como me ocurrió ante el disparatado visitante del pasado fin de semana.

Aunque la locura es un suceso que ocurre y nadie elige, por lo menos conscientemente, no es mala idea acumular meritos. Volvernos niños y vivir como poetas ya es bastante.

ESAS ENIGMATICAS COINCIDENCIAS

A propósito de mi artículo anterior, alguien me hizo notar la coincidencia entre el tema de la muerte que en él abordé y el reciente choque de un avión de pasajeros ocurrido en el páramo de Mérida. Con igual intención, otra persona me recordó un sueño suyo donde veía con horror cuerpos mutilados y el hecho, casi simultáneo, de la tragedia aérea que acaba de suceder.

La conexión de eventos, digamos que mentales y físicos, es un fenómeno que se repite en nuestras vidas. ¿Cuántas veces nos ha sucedido que mientras pensamos en algún amigo remoto éste nos sorprende llamándonos? ¿Y qué decir de esos momentos donde estamos como trabados para tomar decisiones y de pronto, un acontecimiento repentino, nos ilumina una salida? La relación, por superposición, vecindad o semejanza, de sucesos externos – para decirlo de otra manera – con vivencias internas es un dato frecuente que sólo, cierta vergüenza para no admitir lo que no podemos explicar, se empeña en ocultar.

Esas extrañas coincidencias, que ayudan a esclarecer nuestra conciencia, en psicología se llaman sincronía. O Principio de Sincronicidad, como lo llamó y desarrolló Jung en 1952, para comprender las conexiones misteriosas, no causales, entre las imágenes de la psique personal y el mundo material. Aventura intelectual fascinante porque implicaba abordar los confines del misterio siguiéndole la pista, a la antigua noción de que todo se complementa y tiene un orden último.

La casualidad, el azar o la estadística con que siempre intentamos despachar el subyugante tema de las coincidencias, encuentra en el concepto de sincronía un marco explicativo que se extiende a la física, la biología y la lingüística. No puede ser de otra manera. Todo nuestro mapa del mundo tiene que transformarse cuando advertimos la ligazón no lineal, la concordancia extraordinaria que puede existir entre una estrella, una flor y un sentimiento. Unidad del universo, unidad de la energía, que ya conocían las culturas primordiales de nuestra América.

La Sincronicidad, en la teoría de Jung está ligada a la existencia del inconsciente colectivo, a los Arquetipos, al alma de los pueblos. Singularmente se expresa en la experiencia afectiva. Las coincidencias aparecen, se dejan ver, cuando envueltos de emociones andamos de toque, con la carne expuesta.

En la película Patch Adams, hay una escena en la cual el joven médico tras el asesinato de su novia, considera el suicidio al borde de un precipicio. Hasta que la contemplación de una inquieta mariposa, la coincidencia, lo detiene. Uno contempla en la cara de aquel personaje, memorablemente representado por Robin Williams, la activación de algún instinto, una significación nueva, el milagro que lo salva. Y los milagros, al decir de Chopra, son eventos sincronizados.

Hay un puente profundo entre sincronía y psicoterapia. A veces, cuando la relación médico-paciente se atasca, emergen hechos o imágenes, que liberan de la parálisis y movilizan la creatividad. Es conocida la famosa anécdota de la paciente que narrándole su sueño a Jung presenció en la ventana del consultorio un insecto similar al de su relato, con lo cual se produjo un profundo cambio de actitud que contribuyó favorablemente a su tratamiento.

Lo esencial es prestar atención y abrirnos al misterio. Darle significado a esas enigmáticas coincidencias.

UNA PELICULA…UN LIBRO

Dos experiencias, la proyección de la película de Rob Reiner “Antes de partir”, que aun se exhibe en las salas de cine de la ciudad y la lectura del libro “La puerta de la esperanza” de Juan Antonio Vallejo-Nágera y José Luis Olaizola, nos llevan de nuevo al tema de la muerte. A la actitud que podemos asumir ante ella. A nuestros valores, creencias y emociones más profundas acerca de esa certeza inevitable.

En el primer caso, el film presenta como argumento central, los últimos días de dos enfermos terminales de cáncer, el mecánico Carter Chambers (Morgan Freeman) y el multimillonario Edward Cole (Jack Nicholson) que se conocen en el hospital donde comparten la misma habitación y deciden vivir lo que no han vivido. Los dos elaboran una lista de todo aquello que siempre quisieron hacer y emprenden una travesía por distintos parajes del mundo, con el propósito de cumplirla y recuperar, de algún modo, el tiempo perdido.

En el segundo caso, un texto dictado desde su lecho por el afamado psiquiatra español Vallejo-Nágera, moribundo también por cáncer, nos lega sus últimas reflexiones. Su testimonio intelectual, polémico y sobre todo intimista –que escribe y publica su amigo póstumamente - sobre muchos temas y particularmente, el de la agonía y la despedida en el instante definitivo.

Al margen de comentarios técnicos o estéticos que no me corresponde hacer, destaco la idea de fondo que discurre en ambos productos: Nuestra relación con la muerte. Las fantasías que provoca su presencia inminente y real. En la película de Reiner los personajes sienten la necesidad de viajar y satisfacer algunas excentricidades, a lo Hollywood, que en realidad termina siendo una vuelta a ellos mismos, a los picos y valles de sus propias vidas. Y en el mencionado libro, el querido médico narra con naturalidad cómo se dispone a morir, rememorando pasajes fundamentales de su biografía, hilvanando nuevas suposiciones; con una conmovedora serenidad.

¿Cuantas veces hemos imaginado nuestra muerte? ¿Cómo respondemos a la famosa pregunta de si preferimos morir abruptamente o con pre-aviso? ¿Cómo nos gustaría que nos recordaran?

En estas historias sobresale pues la dignidad, el ejemplo de quienes se disponen a morir llenos de vida. Los que en virtud de ese paulatino desprendimiento se ocupan plenamente de si, vislumbran por lo mismo cosas esenciales, expresan sus afectos, perdonan y agradecen a tiempo a los suyos. Creo que de alguna manera también subyace la crítica a la hospitalización de la muerte. Carter y Edward se van del hospital, desatendiendo consejos, cuando dado el diagnostico no queda nada que hacer allí por su salud. Mientras que Vallejo-Nágera defiende con firmeza su deseo y derecho a morir en el hogar cuando se han agotado las opciones de curación y las posibilidades de una sobrevida aceptables.

La antesala del morir entonces puede ser un proceso de renovación personal y familiar. Un acto, en medio de la pena, digno y sublime. Todo depende…

PSICOLOGIA DEL OPRIMIDO

La opresión es una relación social injusta, por la explotación, la represión, la discriminación o la negación de los derechos humanos. Se asocia casi siempre con regímenes autoritarios pero puede extenderse hasta la interacción humana más elemental que se base en el poder. Es una realidad viva, verificable en tiranías pero también, en parejas toxicas, para citar uno, entre muchos otros, ejemplos.

Desde el punto de vista psicologico, la opresión, con su opresor y su oprimido, es un estado interno. El escenario anímico, mental y espiritual, donde podemos rastrear ambos polos. La dimensión de los complejos.

La vitrina es muy amplia. Corresponde con el comportamiento mimético: De explotados actuando como explotadores. De secuestrados identificándose con sus captores. De muchedumbres llorando por genocidas.

El psiquiatra argelino Franz Fannon (1925-1961), participando en la lucha descolonizadora de su país, describió el fenómeno de que los colonizados, aun después de liberados, continuaban copiando a los colonizadores franceses. En nuestro continente, el pedagogo Paulo Freire (1921-1997), alfabetizando adultos pobres en el nordeste de Brasil, captó un cuadro similar, de grupos humanos desposeídos imitando a clases privilegiadas.

El oprimido, si pudiera hacerse una generalización, vive la doble tensión entre el ansia de la libertad y, el miedo de conquistarla. Rechaza los códigos y rituales del opresor - su habla, su ropa y sus celebraciones - pero, deja colar y, no es excepcional que luego los adopte, incluso como signo de superioridad.

Precisamente, el prejuicio de inferioridad, es otro rasgo prominente del oprimido, cuyo rostro intento trazar. La mineralizada idea de que lo extranjero es mejor, que tener la piel café con leche es un estigma y, que la opresión es el castigo a nuestra pereza, son algunos esquemas de ese enfoque que se traspasa, generacionalmente, desde nuestros tatarabuelos.

Obediencia, pasividad, identificación y desvalorización junto, a los inflamables valores de la rebeldía, como el desinterés, la generosidad y la solidaridad; configuran una psicología del oprimido, de pares opuestos como toda psicología, que sugiere por qué la opresión puede ser tan estable y, el afianzamiento de nuevos valores, tan laborioso y difícil.

La esposa que dice basta al esposo que la golpea, el campesino que defiende la propiedad de la tierra que trabaja, el vecino que gana una zona verde para humanizar su ciudad, muestran que oprimidas y oprimidos, pueden asimilar los complejos antagónicos de la opresión, humanizándose en la práctica de la liberación.

DESDE LA CONFUSION

Poco antes del referéndum pasado, cuando había que estar a favor o en contra de la reforma, alguien muy querido me dijo que no contribuyera a la confusión. Que no se podían tener veleidades. Que estaban en juego los intereses del pueblo. Que lo que había que hacer era ir a votar por el socialismo.

Ocho días después, recuerdo con respeto y afecto esta anécdota, porque mi interlocutora es una luchadora social que, en medio de tantas adversidades, practica lo que dice con honradez y coraje. Pero, la confusión que ella suponía que yo promovía en grupos de reflexión psicológica en los que participo, puedo verlo ahora, no está lejos de la verdad.

Confusión significa, de acuerdo a mi pequeño diccionario, falta de orden, de concierto y de claridad. Y más allá de eso, síndrome psiquiátrico, disolución más o menos completa de la conciencia. Es cierto, algo de todo eso he tenido sin remedio durante los últimos meses. Y lo es también que al tocar grupalmente temas como el narcicismo, la sombra y lo que llamamos el ABC de la liberación, las personas que nos acompañan se conectan con sus emociones, entran en dudas, desarreglan su orden y cuestionan su práctica personal y colectiva.

Desde un punto de vista psicológico, iniciarse en esta falta de orden y desconcierto, resulta provechoso. Durante gran parte de la vida acumulamos certezas, verdades inequívocas, respuestas únicas e invariables. El ego se infla hasta más no poder. Vivimos la ilusión del éxito, del prestigio, de la profesión. Hasta que sobreviene, brutalmente a veces, la caída. Es cuando necesitamos revisar las creencias. Dudar de cuánto hemos hecho o fantaseado. Entrar en confusión.

Este estado de perplejidad, donde todo se torna relativo y el camino se vuelve brumoso, se relaciona con las llamadas crisis de vida, lo que con más precisión el psicoterapeuta Rafael López-Pedraza denomina, conciencia de fracaso. Que se refiere al movimiento psíquico que empuja desde adentro cuando algo que esperamos no resulta y los moldes en los que vivimos se vienen abajo.

Las facetas del fracaso, aunque nos cueste mucho admitirlas, tienen por denominador común la confusión. Este es, por así decirlo, el primer puerto al que llegamos, cuando no logramos satisfacer nuestras expectativas. El estupor inicial, la desorientación y las primeras preguntas tienen allí su punto de partida. Si la vivencia dolorosa propicia luego conciencia o si por el contrario la impide es otro asunto pero, insisto, el punto de arranque es el derrumbe de las verdades luminosas que mantienen nuestro piso, lo que somos, las referencias que nos orientan.

En el orden político, la confusión no parece ser la mejor consigna. Sobre todo, cuando la promesa de un mundo mejor se asume a veces con exagerada simplicidad. Como si la utopía libertaria (que es la opción que me interesa), fracasado el socialismo burocrático y autoritario del siglo XX, pudiera tener cartabones rígidos y universales para todos los pueblos.

De cualquier manera reivindico la confusión como condición para deponer creencias absurdas y dogmatismos. Imagino el poder refrescante que tendría en cualquier pareja, familia, partido político, universidad, iglesia o escuela psicológica, el ejercicio sistemático de la duda. Y junto a eso, declarar nuestra ignorancia. Admitir que no siempre sabemos y que hay que poner las cosas al revés para volver a ver.

Queda uno con más dudas que al comienzo.

CIUDAD, ALMA HERIDA

Dos ciudades, dos territorios contrapuestos, habitan nuestras vidas. La de la infancia, imborrable y evocadora que permanece en la memoria y la que hoy vivimos, fugaz y sórdida, como una pesadilla. Una y otra se solapan. Entran en tensión. Se muerden irreconciliablemente.

No puede ser de otra manera, el contraste es brutal. No me refiero a la distancia que media entre fantasía y realidad, al comprensible cambio de percepciones que ocurren entre el mundo de la niñez y el de la vida adulta. Sino al hilo roto, al vuelco dramático que en pocos años ha convertido nuestra convivencia urbana en un asco.

No exagero. Basta con volver a la ciudad que todos llevamos dentro y comparar, oído en tierra, con lo que ahora tenemos: desbordamiento vehicular, hacinamiento humano, construcciones desordenadas, contaminación del aire y, sobre todo basura, inmundicias por montones, certificando nuestra ruina.

Naturalmente, cada quien revive la ciudad que tuvo, desde sus propios zapatos. A partir de las esquinas y a lomo de sus árboles preferidos, de sus alegrías y dolencias. Para mí la villa de ayer tiene las resonancias del parque Garviras, de la calle 13 y el desaparecido colegio San Antonio. Es un espacio entrañable, a salvo de la marabunta de concreto y asfalto, que amenaza pavimentarnos hasta el alma.

El hecho es que vivimos peor. Y que esa suerte de derrumbe tiene que ver, desde luego, con la pésima gerencia de la ciudad de ahora, con las gestiones municipales irresponsables y manirrotas que hemos tenido no se desde hace cuantos años pero también, con la lógica mercantil que en casi todo el planeta nos lleva a vivir en conglomerados humanos superpoblados, contaminantes y destructivos de la Naturaleza.

Esa batalla entre la ciudad del corazón y el reguero de concreto donde circulamos como autómatas resignados o energúmenos a punto de estallar, es uno de nuestros dramas más intensos. Porque da cuenta de nuestra neurosis colectiva. De la interioridad desgarrada. Porque entre nosotros, el paso hacia la modernidad se hace sin continuidad, a expensas del pasado sobre la demolición de los símbolos que nos constituyen.

Así vamos, entre dos ciudades. La que a diario llevamos a cuestas y, la que contra todo pronóstico, guardamos y reinventamos en la imaginación para poder seguir viviendo con algún sentido.

LIBERTAD PSICOLOGICA

En estos días se habla mucho de libertad. Vivimos el vértigo de la palabra. Está en el aire. En los medios audiovisuales. En la calle.

Como todas las palabras prismáticas, su definición es ambigua. Tiene múltiples sentidos. Entre nosotros, por ejemplo, se relaciona con la febril defensa de la propiedad y la oposición que hacen al gobierno algunos sectores sociales. En nuestro caso pues, el énfasis es económico y político.

Desde un punto de vista psicológico, libertad se asocia con consciencia, creatividad y autonomía. No es evidentemente lo que preocupa actualmente. Pero el asunto es pertinente porque libertad es uno de esos temas que tocan desde los derechos civiles hasta las intimidades del alma.

En ese orden de ideas, una persona es libre cuando tiene capacidad reflexiva, cuando conoce un poco sus luces y sombras y, puede elegir conscientemente, entre diversas opciones. Y no lo es, no es libre, cuando permanece prisionera de complejos y creencias que impiden una vida de escogencia.

Es llamativo que el pregón de libertad, que se sostiene con pancartas, no siempre se acompañe de energía liberadora en la psique individual. Es contradictorio. Sugiere, por lo menos, superficialidad del discurso. Y tal vez, una subjetividad fragmentada.

No me estoy refiriendo a ningún grupo de presión en particular ni estoy descalificando de antemano las luchas genuinamente democráticas. Describo sí un fenómeno psicológico, verificable en el consultorio y extensivo a personas, llamado neurosis por los psicoanalistas y alienación por los marxistas.

La psique cautiva, la que no es libre, anida en quienes quedamos atrapados en complejos de poder o de dinero que son, entre muchos, los más frecuentes. El desarrollo individual se petrifica. En la práctica lo vemos en los militantes de cualquier causa, que mecánicamente repiten, como todo lo neurótico, la misma monserga. Y se diluyen en la masa, paralizando el camino hacia su singularidad que es el máximo escalón de la libertad psicológica.

Así las cosas, el totalitarismo que se dice combatir afuera, en el escenario colectivo, se enquista en los corazones. Somos poseídos. Permanecemos polarizados. No reconocemos la existencia de los otros. Negamos la diversidad.

Libertad, en resumen, es una palabra hermosamente subversiva, que implica siempre alteridad. En su nombre podemos reflexionar el estado de nuestro psiquismo. ¿Somos realmente libres cuando defendemos la libertad? Es necesario mirar e integrar nuestros complejos. Y superar las identificaciones que impiden el encuentro libre con nosotros mismos.

PSICOPATIA

La palabra inmediatamente nos remite al reino de la maldad. A la zona oscura donde imaginamos asesinatos, robos y crueldades. Criminales en serie, salidos del cine y la televisión, vienen al recuerdo cuando nombramos el término. A fin de cuentas, pensamos, psicópatas son todas aquellas personas que hacen daño deliberada y repetidamente.

Esta noción es correcta. Psicopatía nos mete de inmediato en el campo de los trastornos de personalidad. Específicamente lo que llamamos trastorno disocial, cuando el individuo es menor de 15 años y trastorno antisocial, cuando el patrón de comportamiento de desprecio y violación de los derechos de los demás ocurre en personas adultas.

Las personas, digamos la gente mala, desde el punto de vista de las categorías clínicas en psiquiatría, se denominan antisociales. Tienen rasgos característicos como la impulsividad, el desacato de normas sociales, la deshonestidad, la agresividad, la irresponsabilidad y la falta de remordimiento por sus acciones. Son individuos estructuralmente perversos, coloquialmente, desalmados.

El asunto, sin embargo, podemos verlo más ampliamente. Como una dimensión de nuestra naturaleza y no solo el concepto para describir un capítulo de la patología humana. Una perspectiva psicológica nos indica que la psicopatía es un componente más de la personalidad, habitante sombrío y a veces incómodo pero, compañero de viaje, en este cuento que es la vida. No es fácil suponer que dentro de cada quien habita un poco ese pillo que moralmente despreciamos y tratamos de apartar continuamente.

La psicopatía sale cuando cometemos transgresión. Cada vez que sintiéndonos todopoderosos traspasamos los límites básicos de la convivencia ignorando y atropellando a los otros. Sin escrúpulos, sin mesura, sin ningún decoro. Aquí no se trata de la rebeldía adolescente que necesita manifestarse ni de la histeria que estimula la viveza criolla para hacer lo que nos viene en gana. Esta es un comportamiento más complejo y tenebroso que llega hasta la ausencia de bondad, o de amor, como alguna vez sugirió el suizo Guggenbhul – Craig.

No es casual entonces que el componente psicopático que todos alojamos dentro, con mayor o menor consciencia, se asocie con la presencia de lo demoníaco en nuestras vidas. Con la maldad extrema. La que genialmente encarna el actor Anthony Hopkins en una de sus últimas películas, donde el psicópata Ted Crawford dispara a su mujer pero sale en libertad gracias a su inteligencia, astucia y frialdad, cualidades estas que por cierto desde todos los tiempos se han relacionado con lo satánico.

En este punto la cuestión se pone más seria. No es sencillo acceder a estos confines; el reconocimiento de lo sombrío nos confronta con el horror en nosotros mismos. Por eso preferimos continuar creyendo que somos siempre buenos y generosos. De tal manera que, cuando avistamos lo siniestro, preferimos transferírselo a los demás para dormir tranquilos. Los otros son los violentos, los envidiosos, los crueles.

Como para sentarse y reflexionar estos días. No con la cabeza, carajo, sino con las tripas.

sábado, 10 de mayo de 2008

ESTADOS DE POSESION

Hay una forma de locura que desde la Antigüedad se conoce como Estado de Posesión. No figura en los manuales clínicos modernos pero su existencia es inobjetable. Basta recordar las veces, que en asuntos importantes como la política, el amor y las relaciones sociales, hemos estado poseídos.

Jung, el psiquiatra suizo que todos debemos leer, decía que un estado de posesión era el apoderamiento del yo por complejos inconscientes. Y Rafael López-Pedraza, una de las figuras más reconocidas de la llamada Psicología Arquetipal, ha visto el asunto desde el marco de la cultura politeísta griega, como posesiones divinas que configuran el destino individual y colectivo.

En cualquier caso, hablamos de aquellos momentos en los cuales somos capturados por instintos - bajas pasiones, solemos repetir - que desarreglan el orden con el cual venimos viviendo, que nos conducen por caminos antes desconocidos.

Yo imagino que Louis Althusser, reconocidísima figura intelectual francesa, estuvo poseído cuando estranguló a su esposa en la década del setenta. Igualmente, el pueblo alemán, cuando poseído por el dios guerrero Wotan, acompañó el genocidio de Hitler. Pero también, cuando repasamos muchos de nuestros actos, en los que vemos la determinación de oscuras fuerzas, que no siempre alcanzamos a comprender, con efectos devastadores.

Una característica de los estados de posesión, dice también López-Pedraza, es su relación con ate, que quiere decir ceguera. Ciertamente, actuamos como ciegos cuando estamos poseídos, como narra el poeta Eurípides, en boca de Fedra, cuando dice “¿Qué he hecho? He estado divagando, mi Mente se fue de mi”.

La forma como algunas personas asumen el credo político tiene, a veces, los rasgos de una posesión. Cuando somos capturados por una postura, de derecha o de izquierda, que nubla la conciencia, entramos en ceguera, ingresamos al mundo de los posesos.

El término disociación psicótica, con el que se viene describiendo, a veces con inaceptable ligereza, a las personas que pierden su contacto con la realidad, las que piensan en su sectarismo, por ejemplo, que el chavismo es una ficción, se aproxima al fenómeno que estoy describiendo. Del mismo modo, la conducta fanática, el culto al presidente y a los íconos de la revolución, al Che y a Bolívar; también se parece a los estados de posesión.

En nuestra América, en el sentido de Martí, vivimos el mito del héroe. Esa es una discusión para otro día. Pero, en línea con lo que exponemos, me interesa dejar que la relación con los próceres, con las figuras nacionales que presiden procesos liberadores, también puede constituirse como una posesión.

Posesiones hay de todo tipo y, en todos lados. Hay posesiones rituales, proféticas, eróticas y la lista sigue. Su naturaleza difiere según los autores y los horizontes desde los cuales se aborde. He destacado la posesión ideológica. Apenas una invitación para reflexionar.

EL SENTIDO DE LAS COSAS

Muchas personas dicen que la raíz de su infelicidad radica en el hecho de que su vida carece de sentido. Se refieren así a la falta de un norte, de un propósito, que oriente y gratifique la existencia. Explican así el sentimiento generalizado de vacío, de aburrimiento y hartazgo, que caracterizan su manera de vivir.

Es evidente que los ídolos del dinero, la riqueza y el consumo, promovidos como valores supremos de la vida, no llenan el corazón humano. Tampoco el engañoso dominio de la ciencia y la tecnología. Ni el obsesivo cultivo del control, la autoridad o el poder.

Falta algo, se repite con insistencia y, quizás por ello, las religiones que abrazamos, las filosofías que nos hacen pensar y las ideologías en las que militamos prometen cada una a su manera tapar esa tronera, el hueco que queda con las preguntas de siempre: “¿Para qué vivimos?” “¿Vale la pena el esfuerzo?” “¿Qué lograré con todo esto?”. Las sectas, que como monte crecen por doquier en todo el planeta, resumen el mismo intento de encontrar sentido mediante la apelación de ritos y verdades irreductibles.

Es evidente que la falta de sentido se refiere a los tropiezos que tenemos para darle significado a las experiencias. Está en relación con nuestras actitudes y creencias. Sabemos, por ejemplo, que cuando tenemos elevadas expectativas y estas no son cumplidas sufrimos irremediablemente. Y que, por el contrario, cuando tenemos un que, como decía Victor Frankl, podemos sobrellevar cualquier como.

Pero el sentido de las cosas se ve (cuando podemos verlo) con el tiempo y no es producto de juicios precipitados. En psicoterapia procuramos que se active la “función trascendente”, un espacio propicio para que surjan imágenes, sobre todo emociones, a través de las cuales cada quien se percata de la utilidad o inutilidad de sus vivencias. Esto es posible cuando al mismo tiempo nos abrimos a los demás, cuando reimaginamos el sufrimiento y reconocemos además el mito personal y colectivo que vivimos. ¿A quién encarnamos ahora, al héroe, al padre, al amante, al terapeuta? El sentido, desde esta perspectiva, pasa inevitablemente por éste conocimiento que termina siendo un verdadero salto cualitativo en la conciencia.

Volviendo a la queja del sin sentido agreguemos que quizás estamos ante un hecho constitutivo de la vida. Las cosas sencillamente ocurren, no siempre mediadas naturalmente. Hay asuntos infames como las guerras, la explotación y todas las formas de opresión que no podemos desconocer ni aceptar. Es probable que al margen de las iniquidades sociales agregadas tengamos que aceptar la carga de no saber; el inevitable misterio.

ATENDIENDO LA IMAGINACION

Es frecuente creer que los productos de nuestra imaginación son irreales e inútiles. Comparten esa evaluación las fantasías, los sueños, las corazonadas y en general, las llamadas del destino. Polvo de estrellas para románticos y poetas cuando mucho, en verdad nada serio, repiten sobre todo los más centrados, los que no comen cuento, los que dicen tener los pies sobre la tierra.

Se trata de un error garrafal que la vida misma, a despecho de cualquier teoría, a cada momento desmiente. No hay nada más real y útil que una imagen. Las que aparecen mientras vemos tras el vidrio al mimo en la calle. Aquellas que nos sorprenden cuando nos detenemos un poco. Las que murmuran durante las noches. Esas otras que nos acompañan cuando presentimos el amor y la muerte.

No puede ser de otra manera porque toda la vida psíquica está construida por imágenes. El habla, la escritura, la autoconciencia, la personalidad, todo lo relativo a la condición humana, pasan por ellas. Hoy sabemos además, fruto de la historia del pensamiento, que las imágenes no son sólo reflejos de las cosas sino entidades originales con fuerza propia, que anteceden y trascienden la razón como expresó Kant desde el campo de la filosofía en el siglo XVIII.

Las imágenes, pues, tienen autonomía. No dependen del intelecto ni de las interacciones personales, existen por derecho propio y pertenecen a lo inconsciente. Son manifestaciones de un mundo invisible, intangible y misterioso, pero igualmente real.

De carne y hueso es Deméter, imagen de la madre protectora, que actúa en cualquier mujer cuando levanta a su hijo. No menos ciertas son las reacciones emocionales de Ares, imagen del guerrero, que aparece en las batallas apasionadas e intensas que algunas veces libramos. Ni volutas inocentes de humo son las andanzas de Dionisos, imagen del amante, el éxtasis y la locura, autor de no pocos estragos sentimentales.

Los dioses que pueblan nuestra psique, imágenes primordiales, brotan en sueños, en fantasías, en sincronía con asombrosas coincidencias. El repertorio es inagotable, desde Zeus, el padre todopoderoso; pasando por Perséfone, la doncella repentinamente raptada hasta el distante y brillante Apolo. La galería es interminable. Hermes, el embaucador y mensajero. Hestia, la que mantiene el fuego del hogar. Hefestos, el solitario artesano. En fin, todos representamos uno y otra. Vivimos atrapados en los límites movedizos del mito.

No es un desperdicio prestar atención a nuestras imágenes. Puente con lo invisible, nos conectan con lo fundamental. Con la creatividad y el misterio de vivir.

jueves, 8 de mayo de 2008

DEL PANICO Y OTROS ESPANTOS

El miedo se vive en el cuerpo. Suelta el corazón, voltea los intestinos, empapa de frío sudor. Más que una fiesta es una alarma, el ulular de una sirena, una amenaza. Es un padecimiento. Sobre todo, cuando su silbido nos aterroriza, cuando aparece Pan, cuando la emoción desbordada se convierte en pánico.

Pánico es el nombre que le damos a la experiencia suprema del miedo. La que nos deja helados a mitad de camino ante un peligro real o imaginado (que es lo mismo). Aquella que sin causas aparentes sucede repentinamente y nos hace creer que estamos a punto de enloquecer o morir.

No es cualquier cotufa. La vivencia colinda con lo infernal. Sentir todo eso y no saber de dónde, cuándo ni cómo viene sume en el más terrible desconcierto. Pan, precisamente el dios mitológico a partir del cual se nomina este trastorno, desconcertaba a los pastores y habitantes de Grecia, cada vez que irrumpía con sus gritos y su flauta. Su apariencia de diablo, por sus cuernos y patas de macho cabrío, tenía que provocar semejante alboroto a su paso como ocurre, similarmente, con las víctimas del pánico.

Saber modernamente que este severo desorden de ansiedad se sustenta en una disfunción biológica de la neurotransmisión cerebral y, que las trampas de pensamiento que nos inventamos ayudan a mantenerlo, no debilitan la fuerza del mito. Basta imaginar que Pan, dios de la naturaleza, la fertilidad y el goce sexual, reprimido por la cultura, retorna convertido en enfermedad.

La represión de Pan nos lleva a vivir ignorando el cuerpo, sordos a sus reclamos instintivos. No deja de ser insinuante que los ataques de pánico, tumultuosos como son, se presenten con tantos síntomas físicos. Desde esta perspectiva, el pánico sería justamente una reivindicación, en su peor manera, del cuerpo “olvidado”.

El pánico es el nuevo fantasma que recorre el mundo. Ni el desbalance de catecolaminas ni la conclusión de que ahora vivimos mas inseguros explican su propagación. Otra mirada es necesaria. Plutarco se equivoco hace 20 siglos: Pan no ha muerto.

INSOMNIO Y DESVELOS

El enfoque médico se refiere al insomnio como un trastorno que debe ser abordado integralmente. Se afirma con razón que el hecho de no poder dormir, o de no mantener el sueño, es un hecho que debe ser atendido con diligencia y eficacia. Incluso, cuando es necesario, con fármacos. Sin embargo, un enfoque más psicologico nos lleva a pensar en la importancia del desvelo. En el mensaje cifrado que entraña quedarse despierto y dar vueltas en la cama.

No poder dormir, no siempre es una enfermedad. Al contrario, muchas veces, es una necesidad. Sobre todo cuando la solitaria vigilia nocturna nos devuelve recuerdos fundamentales. Cuando nos permite encontrar esos pensamientos y emociones que solo pueden suceder de noche. Entre ángeles, trasmutada la luz, y demonios.

En “Funes, el memorioso”, Jorge Luis Borges, sugiere este asunto del sueño y la memoria. Al protagonista de ese relato le era difícil dormir porque sufría de hipermnesia (demasiada memoria) por lo que no podía librarse de sus recuerdos. Es una magnifica metáfora del insomnio. Cuando no podemos olvidar inevitablemente trasnochamos.

Pero, no hay palabra más insinuante para captar la fecundidad de la noche despierta que la palabra desvelo. Desvelar significa revelar, mostrar, exponer, exteriorizar. Es el descubrimiento que nos excita y quita el sueño. Es el encuentro con el asombro y la sabiduría. Los viejos, que son los que se desvelan más, saben esto. Y Borges, aunque no era viejo cuando escribió su cuento, también lo sabía.

Si concedemos que el insomnio es una disfunción, un trastorno relacionado en los días que corren con el estrés, los cambios laborales, la cafeína, el alcohol, los medicamentos, los problemas familiares y, algunas veces con estados crónicos de ansiedad y depresión; el desvelo podemos imaginarlo como un estado creativo y necesario que nos conduce a nuevas visiones del mundo.

Sin el desvelo, la humanidad no contaría con el esplendor de la cultura. Por la mitología conocemos, desde la noche de los tiempos, el desvelo amoroso de Zeus ante el rechazo de Némesis. Por la historia local, tenemos noticia del desvelo heroico, las trece noches sin dormir, del joven Simón Bolívar cuando perdió Puerto Cabello en 1812. Y por la literatura, vivimos y encarnamos, al menos en esta parte del planeta, los desvelos delirantes de nuestro querido don Quijote de la Mancha.

El insomnio, se nos antoja repetitivo y monocorde. El desvelo, por el contrario, como una aventura llena de posibilidades. Personalmente lo relaciono con la llama trémula de una vela en la oscuridad. Con el fuego sereno de la meditación.

No dormir, despertarse de noche, puede ser extraordinario. Para volver a la infancia y conciliar con la muerte. Para hacer el amor y cantar. Para leer. Para llorar. Para orar. Para quedarse en la quietud. Y celebrar, sobre todo celebrar, hasta la ultima luciérnaga de la montaña.

miércoles, 7 de mayo de 2008

PERTINENCIA DEL AMOR

Sin un amor
El alma muere derrotada
Desesperada en el dolor
Sacrificada sin razón
Si un amor no hay salvación

Dicen que febrero es el mes del amor. Es, por lo menos, lo que dicta la sociedad de consumo, el armazón de necesidades creadas para comprar y vender. De cualquier manera, un asunto tan ineludible como el amor, pertenece a la vida. Al día de San Valentín y a los restantes días del año.

Del amor tenemos noticias desde que somos colegiales. Aun antes de enamorarnos de la maestra en la escuela es probable que el pecho de la madre y los arrullos de la abuela, nos inicien por sus húmedos caminos. Después, cuando crecemos y vamos envejeciendo, continuamos viviendo entre sus deleites y quemaduras.

El amor de pareja, de eso se ha hablado con insistencia la semana que termina, tiene múltiples rostros. Está condicionado por la época. La manera de expresarlo, las expectativas que surgen de él, el lenguaje, el lugar asignado al hombre y a la mujer en la relación hasta la forma de gozarlo y sufrirlo corresponden y varían en cada periodo de la historia. Todas las variedades, desde el amor platónico, el amor caballeresco, el celestino pasando por el romántico hasta el amor francamente mercantil, prueban lo mismo.

Pero la gran constante, a pesar de las distintas fisonomías y estereotipos, es la reverberación de un sentimiento que han enaltecido poetas, intentado explicar filósofos y vivido, sobre todo vivido desde sus elementalidades, gente común como nosotros cuya existencia sin él carecería de sentido. Ese instinto que Freud caracterizó como energía psíquica cuando habló de libido para sustentar el edificio psicoanalítico y que luego Jung, despojándole su exclusividad sexual, refirió como eros, continúa siendo un enigma de impresionante fuerza. Ni las hormonas, ni las circunvoluciones cerebrales ni los neurotransmisores develan su secreto. Y sin embargo, está allí. Eterno y fugaz, legal y clandestino, refinado y vulgar. Basta quemarse con su cauterio. Mirarse en el espejo de otros ojos. Rendirse ante su sentencia.

La pertinencia del amor, su huella indeleble, deriva de su poder salvador. Poco importa si perdura o se va. Los tiempos del sentimiento son distintos a las exigencias del reloj y las promesas de amor eterno. Un encuentro, mil encuentros, la aritmética es irrelevante. El instante revestido de alma es lo permanente. El amor salva, decimos recordando la canción de los Panchos, cuando en el encuentro y fusión de los cuerpos recuperamos la totalidad perdida. Cuando volvemos a ser uno. Y la muerte, en milésima fracción, sucumbe al orgasmo de la vida.

El amor salva porque nos desnuda. No hay mejor circunstancia para conocernos, en nuestras grandezas y bajezas, que cuando nos enamoramos. El juicio se altera, las percepciones cambian, emergen impulsos desconocidos, el mundo se pone de cabeza. El delirio amoroso, como le llaman desde la Antigüedad, es la experiencia normal más cercana a la locura. La patología, o el sufrimiento por amor, es una mezcla de respuestas humanas inevitables (las que surgen para defendernos cuando nos sentimos descubiertos y a merced de la persona amada) y de modelos sociales aprendidos que por cierto no siempre son sanos. Los celos, por ejemplo, podemos imaginarlos hasta cierto punto como una necesidad inherente al alma pero, el control y la violencia derivada a partir de ellos, como una herencia patriarcal inaceptable.

Los meandros del amor son infinitos. No pueden reducirse a la cursilería ni a las operaciones utilitarias del comercio. Hacen parte de los misterios del corazón.

PRACTICAD EL MORIR

“Estoy queriendo la vida/Y deseando la muerte”

Miguel Hernández (1910-1942)

Dicen que Platón, el antiguo filósofo griego, al preguntarle en su lecho de muerte como resumiría los Diálogos que le hicieron notable respondió: “Practicad el morir”. La frase verdaderamente intrigante, al decir del terapeuta de familia Carl Whitaker, es una forma de psicoterapia. Veamos.

¿Que significa vivir muriendo? De entrada, una simple realidad. Desde que nacemos comenzamos a morir. Todos los días sin que nos percatemos se crean y destruyen células, se regeneran y eliminan tejidos, se produce y libera energía; ninguna esquina del cuerpo se salva. La biología lo llama anabolismo y catabolismo. Es el hecho más elemental, no solo de que nacemos y morimos a cada instante sino que además, morimos necesariamente para volver a nacer.

Otra manera de comprender esto es recordando que a lo largo de la vida matamos y enterramos partes de nosotros mismos -elevados sueños y estrepitosas decepciones- sobrevivientes en nuestras fantasías. Lo que Whitaker llama suicidios fragmentarios. Aquello que me expresó en consulta una señora cuando dijo que había muerto y vuelto a nacer en relación a la vida que antes llevaba. Estuve como prisionera de mis resentimientos durante muchos años – repitió para explicarme su apertura hacia el mundo espiritual. Soy la misma y otra, sostuvo con convicción.

Esta idea de muerte entendida como muerte del yo o del ego, ocurre durante las crisis personales, cuando dejamos de vivir cautivos del pasado como el caso antes expuesto por la paciente. El egocidio, para denominar mejor esta especie de muerte psicológica, coincide con todas esas situaciones difíciles que atravesamos como enfermedades, estados emocionales intensos, mudanzas, cambios de profesión, colapsos económicos, divorcios, frustraciones políticas y en general, todas las pérdidas importantes que abren el corazón y nos encaminan hacia formas de existencia completamente nuevas y desconocidas.

Vivimos pues muriendo (y hay que aprender a morir viviendo) por el desgaste natural del organismo y la sucesión de cambios, de continuos despertares, que ocurren hasta el acto final en que exhalamos. Pero, ¿por qué las tres palabras de Platón también pueden rescatarse como una forma de psicoterapia? Precisamente por esa transformación personal que ya aludimos. Practicar el morir sería romper la unilateralidad con la que vivimos la primera mitad de la vida. Retirar las identificaciones que nos mantienen amarrados a un ideal, a una creencia o a un oficio sin los cuales imaginamos que no podemos continuar. Es lo que sucede, por ejemplo, con muchos jubilados que aferrados a sus esquemas laborables sucumben, literalmente se derrumban, cuando quedan desempleados y su creatividad no activa nuevas posibilidades de realización.

El yo, o el ego de cuyo asesinato venimos hablando, es necesario para mediar con la realidad, para adaptarse, controlar los impulsos, tolerar la frustración y cumplir procesos reflexivos entre muchas otras funciones descritas por la teoría psicoanalítica. Pero su supremacía lleva a la inflación de la personalidad. A la desconexión con lo inconsciente que se traduce en esa rutina sórdida marcada por el vacío, el aburrimiento, la superficialidad y la pérdida del sentido de vivir.

Practicad el morir, como resumió para la posteridad el gran pensador, es sobre todo, una máxima de vida. Una propuesta optimista para descargar periódicamente la basura acumulada (el prestigio, el poder, el dinero, las certezas). Desprenderse, decían los místicos, para ser libres. Una apuesta para vivir a plenitud.